Por Mónica Mendoza Madrigal
Pese a que estoy convencida de que no podemos eludir de nuestro ejercicio cotidiano el ser parte de la ciudadanía, lo cierto es que un gran número de personas manifiesta abierta y públicamente su rechazo hacia lo que catalogan como ese cochambroso baúl llamado “la política”, lo que no tan solo se traduce en una denostación verbal, sino que cobra forma en acciones específicas que requieren su participación directa como por ejemplo: ir a votar, pagar impuestos, responsabilizarse de actividades comunitarias, o involucrarse de los procesos de toma de decisiones públicas.
Esta ruptura entre las personas y lo que consideran “político” lesiona la calidad de la democracia que vivimos. Naciones en donde la ciudadanía participa en forma más activa de la vida pública tienen una calidad de democracia más desarrollada que la de naciones como la nuestra, en donde hay una apatía traducida en muchas expresiones que a diario vivimos y sentimos que van de lo trascendente hasta tareas tan sencillas como barrer el frente de las casas y dejar de tirar basura en la vía pública.
En México, la calidad de nuestra ciudadanía fue hilvanada por el choque cultural y sociopolítico de procesos históricos convulsos, a los que sobrevino el liderazgo de la era de caudillos que impusieron el paternalismo como herencia envenenada que nos condenó a aceptar imposiciones de “tlatoanis” y no a aprender a ejercer una ciudadanía plena, aceptando a gobernantes que arribaban uno tras otro al poder mediante un voto comprado con despensas y condicionado con programas sociales que poco nos fortalecían, para luego exigirles cuentas y resultados.
Esa poca esperanza en un cambio fue traduciéndose paulatinamente en apatía política que cobraba forma clara elección tras elección, mostrando un notorio incremento en las cifras de abstencionismo que tienden a variar cuando de elecciones locales se trata, pues son esos procesos los que despiertan mayor interés de las y los ciudadanos de a pie por decidir los destinos políticos de sus ciudades.
Dos momentos en la era reciente marcan un parteaguas en la tendencia a la baja en el número de participantes en las urnas y ambos significaron alternancias partidistas que, no obstante aportarle un número muy significativo de votos a quienes en estos dos históricos momentos resultados ganadores, no dejan de hacer evidente la existencia de un fantasma que opaca los triunfos: quien gana no siempre es electo por la mayoría.
En el año 2000 votó 63.97% de un padrón electoral de poco más de 37 y medio millones de personas y en 2018 votó el 63.42% del mismo, que estuvo conformado por 123 y medio millones de personas.
Aún con esas dos copiosas votaciones, se trató de elecciones excepcionales que estuvieron motivadas por el deseo del “cambio” entre la población, concepto que se utilizó en ambos casos como eje mercadotécnico de campañas que no alcanzaron para sostener gobiernos –al menos en el primero de los dos casos, porque el segundo está aún en curso. Lo relevante es que pese a las cifras obtenidas, no pudieron detener la tendencia a la baja en la participación general en el resto de las elecciones de los últimos 20 años, en una forma de comportamiento electoral que no es solo exclusiva de nuestro país.
Lo que especialistas han venido observando es que quienes no votan no son solo quienes evidencian su apatía mediante el “abstencionismo”, si no que esas personas sí tienen una postura política sobre los procesos electorales, los partidos políticos y su oferta y es de claro rechazo, comportamiento que hoy se engloba en el concepto de desafección política.
La desafección no es un tema que solamente se combata con cultura política, pues como es claro hay amplios segmentos ciudadanos que no votan o anulan su voto en una acción política de rechazo a los partidos y su oferta. El problema es que dado el funcionamiento del sistema político electoral mexicano, la opinión de quienes hacen eso lo que provoca es que se reduzca significativamente el margen de triunfo de quienes ganan por los votos que sí emitieron una opinión sobre algunas de las opciones a elegir, y entonces eso nos provoca un abismo cada vez más grande entre la ciudadanía y la clase política que arriba al poder con una muy reducida representatividad.
Ahora bien, apostarle a que quienes ganen lo hagan con el voto de cada vez menos personas bien podría ser una estrategia deliberada de aquellos a los que una ciudadanía realmente crítica, participativa, informada y decidida no les resulta una aliada conveniente para ejercer el poder, y entonces quizá por eso es que lo que hoy –antes de que inicien formalmente las campañas– estamos viendo es un desfile de impresentables que deberían estar en la cárcel y no aspirando a un cargo público, o bien de personajes de carpa y circo con quienes se pretende “farandulizar” las campañas en lugar de ciudadanizarlas.
Ante este escenario, lo que nos queda es decirles NO a los partidos que nos quieren tomar el pelo. Decirles NO a estas candidaturas tramposas que no nos representan. Decirles NO como si fuera un referéndum para negarles a los partidos lo único que claramente les interesa: el acceso al presupuesto público y el poder. No votemos por quienes pretenden tomarnos el pelo. Ejerzamos nuestro voto y tomemos el control de la política. No tenemos más tiempo que perder.
@MonicaMendozaM