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El beso que selló una era

Por Art1llero

El 7 de octubre de 1979, en el corazón de Berlín Oriental, dos hombres sellaron con un beso una hermandad ideológica que, a esas alturas, ya comenzaba a resquebrajarse. Leonid Brezhnev, líder de la Unión Soviética, y Erich Honecker, jefe de la República Democrática Alemana, se fundieron en un beso fraternal socialista, inmortalizado por las cámaras y más tarde convertido en mural en lo que quedaría del Muro de Berlín bajo el título: “Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal.”

A primera vista, aquel beso podía parecer un gesto ritual dentro del protocolo comunista, una expresión de camaradería entre partidos hermanos, una muestra pública de unidad entre el Kremlin y su más disciplinado satélite en Europa del Este. Pero el tiempo –siempre impío con los símbolos– reveló que aquel abrazo sellaba más una dependencia que una alianza, más una obediencia que una fraternidad.

En el fondo, el beso de Brezhnev y Honecker fue una representación casi litúrgica de la fe marxista-leninista en su fase terminal. Era la reafirmación de un pacto cimentado en la idea de que el bloque socialista era un cuerpo indivisible, donde cada Estado debía subsistir como extensión del otro, aunque eso implicara sofocar cualquier impulso de libertad. Honecker besaba la mano que lo sostenía, pero también la que, sin saberlo, lo condenaría.

El gesto –excesivo, incómodo, profundamente teatral– fue la metáfora perfecta de la relación entre Moscú y Berlín Oriental, apasionada en el discurso, fría en la práctica. Brezhnev, ya anciano y enfermo, simbolizaba el socialismo burocrático que había sustituido la revolución por el protocolo, la utopía por el control, la fe por la inercia. Honecker, rígido y obediente, representaba la última generación de líderes comunistas que aún creían en la retórica de la “amistad eterna” mientras el mundo ya se preparaba para la caída de los muros, tanto físicos como mentales.

Cuando el Muro de Berlín fue derribado una década después, la imagen de aquel beso se volvió un ícono del absurdo histórico. El artista Dmitri Vrúbel lo pintó de nuevo sobre el fragmento del muro que sobrevivió, reinterpretándolo como un epitafio: dos sistemas fundidos en un acto de amor que era, en realidad, una asfixia mutua.

Hoy, aquel beso no se recuerda por lo que pretendía significar –la fraternidad socialista–, sino por lo que terminó revelando, la imposibilidad de un proyecto que buscó uniformar el alma humana en nombre de la igualdad. En la boca de Brezhnev y Honecker no se unían dos pueblos, sino dos aparatos de poder que se necesitaban para seguir respirando, aunque ya no creyeran en el mismo aire.

De aquel beso grotesco y solemne, sólo queda el eco impreso sobre los restos de un muro que alguna vez pretendió dividir al mundo.

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