Juan José Rodríguez Prats
¿Eres tú vencedor soberano de tus virtudes? ¿O habitan en ti la bestia y la necesidad?
Robert Musil
Los partidos políticos en México tienen afiliados, no militantes. Me explico. Afiliarse implica estar inscrito en un padrón. Militantes “son personas que comparten una misma ideología que buscan participar en la política”.
Asombra la ligereza con la que se autodefinen. “Soy de izquierda”, gritan a voz en cuello y al final del acto entregan dádivas a sus adeptos. “Soy de derecha”, claman otros sin tanta estridencia e imponen sus consignas sin deliberación alguna. Y así podríamos continuar utilizando la gran variedad de epítetos que, únicamente indican la cantidad de ambiciosos aspirantes a los cargos públicos. Principios y valores se mencionan, pero ni se entienden ni mucho menos se asimilan. Pensar en acatarlos no deja de ser iluso o motivo de burla y condena.
He insistido en este espacio que padecemos de una grave inconsistencia de cultura política. Hace muchos lustros, paradójicamente acentuada por nuestra transición a la democracia, la política ha entrado en una palpable decadencia.
La Revolución Mexicana concibió, con todo y sus improvisaciones, un sistema político con su correspondiente discurso doctrinario. Era una mescolanza cuya elasticidad le permitió adaptarse a los requerimientos de cambio.
Hoy se habla, desde mi punto de vista, en forma equivocada de la resurrección de ese partido hegemónico que dio estabilidad y gobernabilidad al país en el siglo XX.
El presidente López Obrador cada vez se me figura más a Ricardo Tercero en la tragedia de Shakespeare, gritando en medio de la batalla que finalmente le costó la vida: “Mi caballo, mi reino por un caballo”. En el caso del Presidente, el grito sería: “Una idea, mi gobierno por una idea”. Es explicable. Al final de su periodo, el vacío de un discurso creíble es más que evidente. Araña cualquier ocurrencia, propone las más absurdas insensateces. Su desesperación es lamentable. La realidad le está pasando las facturas para su irreversible pago.
Sí, el discurso del viejo PRI se agotó y el de la autodenominada 4T se desvaneció en los hechos. ¿Qué nos queda? Escudriñemos las opciones.
La autodenominada izquierda se condenó desde su origen al negarse a los acuerdos después de su asombroso destello en la elección de 1988. La caída del muro de Berlín y el golpe mortal que le propinara en 2008 (cuando se resistió a la imposición de Alejandro Encinas como presidente), López Obrador lo desfondó irremediablemente.
No tiene caso referirse a partidos adherentes a las principales fuerzas. Su presencia es marginal.
Nos queda el PAN. Permítaseme una digresión personal. Hace algunos años, al impartir una conferencia, el maestro de ceremonias me presentó así: “Saludamos a nuestro distinguido correligionario, quien tiene un pasado más brillante que su futuro”. Creo que lo dijo como halago, pero es rigurosamente cierto. Lo mismo pasa con el PAN, de quien Carlos Castillo ponderaba por ser un partido de tradiciones. ¿Cuándo se quebró esta noble institución? Tengo una versión. En la asamblea del 2 de julio de 2007 se le propinó un abucheo artificial al jefe nacional Manuel Espino. Desde el presídium, Felipe Calderón apenas disimulaba una sonrisa, primer caso de dedazo en el partido de Gómez Morin.
Dejemos el estudio del pasado para otra ocasión. El caso es que, sin organización política y parlamentos, no hay democracia. Hoy nos une una inminente urgencia: el triunfo de Xóchitl Gálvez. Después del 2 de junio se impone otro gran desafío: fortalecer la cultura y mejorar el quehacer político. Solamente 6% de la ciudadanía está afiliada a un partido. Sin una reconciliación de partidos y ciudadanía, seguiremos empantanados en la misma y en la ausencia de ideales, que en eso consiste nuestra tragedia espiritual.