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El político mexicano

La despolitización es una petición de principio: ¿verdad que el régimen lo hace muy bien?

Carlos Monsiváis

El Estado mexicano sí ha tenido una transición. Lo describen muy bien dos libros visionarios. Pasamos de El ogro filantrópico (Octavio Paz, 1979) a El ogro antropófago (Carlos Castillo Peraza, 1990). Escritos hace varias décadas con gran realismo y talento literario, diagnostican y pronostican la degradación de la política mexicana.

¿Dónde estamos? Lo predijo otro de nuestros preclaros pensadores, Carlos Monsiváis, en un texto de 1977, Alto Contraste:

¡¡¡El proyecto del país!!! La línea ascendente, la fe de nuestros recursos. Todo se ha ido destruyendo, reflexionan los sectores medios: los recursos, el ímpetu, la solidez política, la famosa unidad nacional. ¿Qué nos queda? Gastar como invocación contra parálisis y pobreza, gastar con o sin tarjetas de crédito, con o sin seguridades para el mañana.

El mexicano es peculiar, con características propias, con una conformación cultural específica y diferente de otros pueblos. Tiene una clara tendencia hacia el individualismo y, por tanto, una notoria resistencia al agrupamiento en torno a ideas y acciones. Eso explica su aversión a los partidos políticos. Le desagrada el orden y la disciplina. No respeta los acuerdos convenidos por las asociaciones a las que por su naturaleza pertenece. La ley, consecuencia del consenso y la autoridad, es su enemiga y se regocija incumpliéndola o soslayándola.

Se ha dicho —con razón— que la generación más brillante, preparada y honesta en el manejo de la cosa pública es la liberal de mediados del siglo XIX, surgida de la Revolución de Ayutla (1854). Ha sido la de más claras ideas sobre qué hacer desde el poder. El movimiento de Reforma ha sido el periodo en el que más se confrontaron ideales y principios. Había claridad en las propuestas y produjeron el mejor documento jurídico, la Constitución de 1856-57, a mi juicio, el más apegado a los cánones elementales de la teoría del derecho. Me atrevería a calificar a esa generación de decente, virtud fundamental en las relaciones entre servidores públicos.

El Porfiriato no careció de ideas. Denominados “los científicos”, uno de sus más prominentes personajes, José Yves Limantour, señalaba que tuvo una falla sustancial: impidió la movilidad social.

Desde 1917 empezó a decantarse un sistema político que le dejó al país 83 años de estabilidad y gobernabilidad, con algunos brotes de violencia. Engendró una clase dirigente con una cultura política muy identificable en sus ingredientes. Sus fallas, carencias y desviaciones éticas han sido reiteradamente señaladas. Sin embargo, se han omitido algunas, digamos, cualidades que explican su larga permanencia en el poder y que hoy se añoran. Las enumero, más con audacia que con los mínimos requerimientos profesionales que exige tal ejercicio.

El político del viejo régimen tuvo habilidad para resolver problemas, acuñó un discurso sustentado en la Revolución Mexicana que le concedió cierta legitimidad. Fue un profesional de las relaciones públicas, desarrolló un agudo instinto en el conocimiento de la condición humana, y cultivó un mínimo sentido de responsabilidad para asumir y cumplir obligaciones. Percibió siempre la necesidad de hacer cambios que permitieron el avance en diversas políticas públicas. Hizo escuela y, aunque muchos lo olvidamos, ahí nos formamos y somos parte de la militancia de los partidos del actual escenario nacional. Este sistema terminó con la alternancia en el año 2000. Lo que vivimos en su aparente retorno (2012-2018) no fue más que una caricatura de lo peor de sus notables falencias.

De ninguna manera sugiero, nostálgicamente, el retorno de aquellas prácticas que hoy no tendrían viabilidad. Cuando oigo decir que hay que reinventar la política o darle continuidad a esa perversidad denominada 4T, me parece que no nos haría mal un cierto ejercicio de memoria.

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