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Política de principios

Ciudadanía y partidos

Juan José Rodríguez Prats

Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas.

Byung-Chul Han

A pesar de que todavía no llegamos a la primera cuarta parte del siglo XXI, me atrevo a calificarlo como el del alboroto, de la tribulación, de la incertidumbre. ¡Ahora resulta que con tanta sabiduría acumulada no sabemos qué hacer!

El caso de México es patético. Estamos enredados en cuestiones elementales que deberíamos haber dilucidado hace ya muchas décadas. Me refiero principalmente a asuntos nada intrascendentes: ética, política y derecho.

¡Qué círculo vicioso más dañino! Nuestros partidos son hoy agrupaciones herméticas para repartir privilegios, viendo a la ciudadanía como una amenaza a sus intereses. Los ciudadanos, a su vez, se sienten inmunes a tentaciones que califican de pecaminosas para simular su indolencia en relación con asuntos en los que todos debemos inmiscuirnos. Evidentemente, así no se puede hacer política ni mucho menos constituir una auténtica democracia que son sinónimos de participación y responsabilidad.

He ahí, creo yo, el gran tema de nuestro tiempo. Mientras ese mal cultural no sea superado, el populismo que es, al final de cuentas, demagogia, seguirá avanzando.

Los estudiosos de las sociedades coinciden en señalar la erosión de los partidos como causa del derrumbe de los sistemas políticos democráticos. Basta asomarnos a los periodos previos al arribo del autoritarismo para percibir el ataque furibundo y sistemático a las organizaciones que deben aglutinar las individualidades para conformar una acción colectiva. Surgen los mesías, los hombres milagrosos y mágicos que sin ningún rubor se ofrecen como única y exclusiva salvación.

Escuchaba recientemente a un líder empresarial referirse a todos los políticos como corruptos y descalificar a quienes militamos en instituciones de participación social, negándonos inclusive nuestra calidad de ciudadanos. Leía también a un dirigente sugerir que el próximo candidato a la Presidencia  de la República no tenga ninguna afiliación partidista, como si fuera un estigma. Tal parece que la experiencia o la carrera profesional en lugar de acreditar méritos son motivo de sospecha y de exclusión.

Todo esto constituye una grave patología. Si no la superamos, continuaremos hundiéndonos más.

En las dictaduras no se hace política, las órdenes simplemente se obedecen sin cuestionar. En las democracias, por el contrario, se ha adoptado un método que puede ser manipulable: se eligen candidatos por encuestas que, obviamente ganan quienes más propaganda hagan y dispongan de más recursos, lícitos o ilícitos.

En su evolución, la humanidad ha venido diseñando mecanismos que, a pesar de sus fallas, han probado ser funcionales para elegir gobernantes y para controlarlos en el ejercicio del poder. Eso es, en síntesis, la democracia liberal.

Los miembros de cada partido tienen el derecho y la obligación, conociéndose entre ellos mismos, de postular a quienes consideren idóneos a los cargos en disputa. No deben prevalecer simplemente las posibilidades de éxito, sino que también debe tomarse en cuenta que correspondan al perfil que cada cargo requiere, abriendo las posibilidades de acuerdo.

Tenemos poco tiempo. Pocas veces en nuestra historia la vida pública ha estado tan degradada y pervertida como en esta época. Los vicios y la inmoralidad se han tornado como la normalidad, la costumbre, la vida cotidiana. La tarea es mayúscula. El principal objetivo es evitar males mayores; en otras palabras, detener esta decadencia.

Partidos y parlamentos son factores sustanciales de la vida democrática. Sin participación y deliberación las autocracias se fortalecen.

Esta labor no puede consistir en un llamado a la discordia. Debe ser la era de la generosidad. Si hablamos de generaciones, me atrevería a exigirle a la actual que sea estoica, llamada a la entrega, al servicio de los demás. Suena utópico y anacrónico, pero como escribe Irene Vallejo: “Un náufrago siempre es un hombre alegre, al menos hasta que se detiene a pensar”.

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