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México legalista y legaloide

Juan José Rodríguez Prats

La confusión está clarísima.

Filósofo de Güémes

Por decirlo con cortesía, a los mexicanos se nos dificulta aplicar la ley. Se percibe como un acto de prepotencia o de puritanismo; a veces pareciera un acto de impudicia, “le damos la vuelta”, buscamos una rendija, utilizamos —horrible palabra— un subterfugio para aparentar su observancia, pero escasamente hacemos justicia, cuando ese es su fin. Percibimos que no tenemos legitimidad e incurrimos en complicidad si nos apegamos rigurosamente a su texto. Si todos la violamos, ¿por qué voy a ser yo la excepción? Vemos en ella una “papa caliente” de la que hay que desprenderse con urgencia o bien postergar la decisión hasta que se diluya el evento punible en la opinión pública. Hay que decirlo: tenemos una ética deficiente para, como gobernantes y gobernados, someternos al orden que exige el Estado de derecho.

Somos legalistas y legaloides. Rodrigo Borja define lo primero: “Excesiva veneración por la letra de la ley o por los formalismos legales. Respeto supersticioso a la norma jurídica”. Lo legaloide se da “cuando alguien o algo (grupo, institución) son condenados o absueltos porque sus abogados encontraron un hueco en la ley”. En resumen, como escribiera hace varias décadas Martín Luis Guzmán: “El interés de México es resolver el problema de su existencia normal como pueblo organizado lo cual impiden barreras de incapacidad moral”.

Cuando una norma jurídica es simple letra muerta, no hay más que dos explicaciones: o está mal hecha, sin técnica jurídica y sin profesionalismo legislativo o no hay voluntad o capacidad de la autoridad para hacerla cumplir.

Ni quién se acuerde de la Constitución de la CDMX. Durante muchos años, los habitantes de la capital demandaron que se eligiera mediante el voto popular a su jefe de Gobierno porque era un empleado del presidente. La actual jefa de Gobierno no puede ser más sumisa y obsecuente. Lo mismo ocurre con el fiscal General de la República. Y así por el estilo.

Si analizamos nuestra realidad, confirmamos que quien protestó cumplir y hacer cumplir las leyes padece una grave confusión de cómo hacerlo y carece de las virtudes que son la esencia del Estado de derecho y que empiezan con “C”: consistencia, coherencia y congruencia. Van algunos ejemplos:

Durante su larga trayectoria política, Andrés Manuel López Obrador  repitió el postulado de José María Iglesias, liberal de la generación de Juárez: “Nada al margen de la ley, nadie por encima de la ley”. Ya como Presidente de la República, se refirió a los Mandamientos del abogado de Eduardo Juan Couture; en el cuarto de ellos este jurista señala: “Tu deber es luchar por el derecho, pero el día que se encuentre en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia”. En otra ocasión aludió al lema de los estudiantes franceses de 1968: “Prohibido prohibir”; sin embargo, todas sus propuestas son inhibitorias, motivadas por una profunda desconfianza hacia el ciudadano en su afán de proteger al Estado de los particulares. Hemos retrocedido en la defensa de los derechos humanos.

En tiempos recientes incurrió en una declaración aberrante que agrede de manera insolente al Poder Judicial: “No me vengan con el cuento de que la ley es la ley”. En la frustrada defensa de la ministra Yasmín Esquivel, calificó el plagio de su tesis como “un error de juventud”. Podríamos continuar con los ostentosos atropellos al derecho electoral y a la normatividad del sector de la energía, sin embargo, creo que es suficiente para considerar que, de aquí al final del sexenio, la lucha será la más elemental: exigir el respeto a la ley, sobre todo para garantizar la seguridad, primera función del Estado.

La confrontación con la Suprema Corte, con el INE, con el Congreso de la Unión y con la UNAM es evidente. Urge defender a las instituciones. Muchas de ellas, conformadas a través de varios sexenios, ya han sido prácticamente extinguidas. Evitemos que la barbarie continúe.

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