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Política de principios

Ajuste de cuentas

Juan José Rodríguez Prats

La corrupción no es una característica desagradable del sistema político mexicano: es el sistema.

Gabriel Zaid

¿Qué habría sido de México si en lugar de gobernar Carlos Salinas (1988-94) lo hubiera hecho Cuauhtémoc Cárdenas? Aventuro el resultado de un ejercicio de la historia antifactual. Cárdenas le habría dado continuidad al viejo sistema. Y, entre otros temas, no se habría firmado el TLC ni habría habido cambios en el reparto de la tierra, el manejo de la banca o en la relación Iglesia-Estado. Tampoco se habría realizado una reforma electoral. Posiblemente habría habido menos corrupción, sin que hubiera implicado un auténtico ajuste de cuentas.

Después de este inicio de intemperante imaginación calenturienta, focalizo mi artículo sobre cómo tratar a los anteriores gobiernos cuando arranca uno nuevo o se instrumenta una transición democrática.

España tuvo en Adolfo Suárez un hábil operador para su transición política, una designación acertada del rey Juan Carlos. Habría que recordar cómo supo avanzar reconciliando. La Constitución de 1978 y un pacto de cicatrización a las heridas del pasado permitieron preservar la continuidad en el cambio. Su llamado a la “desdramatización” de la política fue oportuno y sensato. Supo sobrellevar esa siempre difícil asignatura del ajuste de cuentas con el pasado, sosegando pasiones, sembrando el principio de preservar la gobernabilidad.

Chile y Uruguay tienen la clase política más madura de América Latina. Después del plebiscito que terminó la dictadura de Pinochet en 1988 (equivalente a mi juicio con la caída del muro de Berlín un año después), asumió la presidencia Patricio Aylwin, quien definió su gobierno con tres principios: que aflore la verdad, toda la justicia que sea posible y hagamos un ejercicio de reconciliación. A su vez, la clase política hizo un pacto conforme a cuatro postulados: Enfrente no está un adversario al que hay que exterminar; deslindar los asuntos políticos y económicos; no partidizar las decisiones de la administración pública y la preeminencia del interés nacional. Aunque ambos países tienen serios conflictos, tienen el andamiaje jurídico e institucional para enfrentarlos.

Raúl Alfonsín fue un político patriota y honesto. Al reiniciar la democracia en Argentina (1983) arremetió contra los responsables de la represión militar. Terminó su gobierno con una crisis muy severa, pidiéndole a su sucesor que anticipara la transferencia del poder.

Hace algunos lustros, Perú decidió procesar a quienes, habiendo ejercido algún cargo público, eran señalados por corrupción. Los contendientes del próximo domingo son verdaderamente detestables. Su vida institucional se percibe frágil.

Nuestro caso exige un corte de caja. Con muchos asegunes y la contribución de expertos, se diseñó todo un sistema para combatir la corrupción y la impunidad. Simplemente fue ignorado y desechado. Nos ha vencido la inercia de las promesas purificadoras que no se han cumplido.

Ante los inmensos retos que se vendrán en la búsqueda de un buen entendimiento entre los órganos del poder, es preciso definir principios que orienten una acción concertada ante este monumental problema.

Las lecciones son claras. La justicia no puede tener desviaciones por venganzas y oportunismos. Menos escándalo y más eficacia. Cada institución debe asumir su tarea. Fortalecer la división de Poderes. Respeto a los ámbitos de competencia. Preocupación elemental por el postulado de la definitividad del derecho. Operación política con realismo y visión de largo plazo. No empezamos de cero ni todo el pasado es malo. La polarización política erosiona la legitimidad.

Podríamos continuar. Algo está claro: la corrupción sí es un problema de profunda raigambre cultural, lo cual no significa que se nos obligue a consentirla. Por el contrario, atacarla con las mismas armas que siempre han demostrado su eficacia: ideas, convicciones, congruencia, ejemplos de comportamientos.

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