Por Art1llero
Que Javier “Chicharito” Hernández fallara un penal no debería sorprender a nadie, los futbolistas fallan; lo que sí sorprende –y dice mucho más de nosotros que de él– es la velocidad con la que el país celebró su tropiezo.
No fue una reacción espontánea, sino el desenlace de un desgaste largo, el de un ídolo que se volvió personaje, y de un personaje que terminó por saturar a una audiencia cada vez más impaciente con la épica motivacional.
Chicharito no cayó anoche; llevaba tiempo cayendo en la conversación pública, el penal solo activó el mecanismo habitual, convertir la decepción deportiva en espectáculo social, con su respectivo linchamiento digital. Nada nuevo en un ecosistema que exige héroes sin grietas y que castiga la humanidad como si fuera una provocación.
No defiendo al jugador ni cuestiono a la afición, pero sí creo que vale una pausa, si la euforia por la derrota ajena nos resulta tan placentera, quizá el problema no sea el delantero; quizá el verdadero síntoma esté en la necesidad colectiva de levantar ídolos a la misma velocidad con la que los derribamos.
Chicharito falló un penal; nosotros fallamos, tal vez, en entender que ningún héroe sobrevive a nuestras expectativas imposibles.
