Por Art1llero
La diplomacia, en teoría, debería representar lo mejor de un país. Sus valores, sus principios, su compromiso con la verdad y la justicia. Sin embargo, en la práctica política mexicana, esa narrativa suele invertirse.
Esta semana, el nombramiento de Juan Antonio Ferrer como representante de México ante la Unesco ha confirmado lo que muchos temían: en la llamada Cuarta Transformación, las lealtades pesan más que los resultados, y los fracasos se premian si son políticamente funcionales.
Ferrer fue el director del Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), una de las apuestas más ambiciosas –y fallidas– del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Concebido como la solución definitiva para llevar atención médica gratuita y universal a toda la población, el Insabi terminó convertido en un emblema del desastre administrativo, la improvisación técnica y la desconexión con la realidad hospitalaria del país.
En lugar de mejorar el sistema, profundizó su crisis. En lugar de garantizar medicamentos, dejó farmacias vacías. Y en vez de brindar acceso a salud, multiplicó las quejas, los vacíos de atención y los casos de negligencia.
Ese fracaso no fue menor. El Insabi no sólo fracasó por sus errores de diseño y ejecución, fracasó porque ignoró a médicos, especialistas y sistemas locales de salud. Porque impuso una visión centralista y voluntarista, que terminó en el limbo institucional y con millones de mexicanos más desprotegidos que nunca. Y lo peor, el gobierno no sólo lo desmontó sin asumir responsabilidades, sino que ahora encumbra a su responsable en una tribuna internacional.
Juan Antonio Ferrer no debió ser premiado, debió ser investigado. A él se le debe pedir cuentas, no otorgarle inmunidad diplomática. Porque si la 4T prometió erradicar el amiguismo, castigar la corrupción, acabar con los privilegios y gobernar con ética republicana, este nombramiento representa una puñalada a esa narrativa. En lugar de renovar la esperanza, refuerza el escepticismo.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha sido cuidadosa en sus primeros gestos de gobierno. Ha insistido en que su proyecto es continuidad, pero también corrección. Ha dicho que gobernará con ciencia, resultados y responsabilidad. Sin embargo, decisiones como esta hacen tambalear ese discurso. Nombrar a Ferrer no sólo contradice la lógica del mérito, proyecta al mundo una señal de complacencia con el fracaso y de encubrimiento hacia los errores del pasado reciente.
México tiene cientos de perfiles con trayectoria en derechos humanos, educación, ciencia, cultura y salud pública que podrían representar con dignidad al país ante un organismo como la Unesco. ¿Por qué elegir a alguien cuya gestión dejó heridas abiertas y cuentas sin saldar?
No se trata de rencor ni vendettas políticas, se trata de coherencia institucional; si un gobierno quiere credibilidad, debe demostrar que el servicio público se rige por principios, no por cuotas de poder. Y si la 4T aún quiere reivindicar su legado, deberá entender que transformar no es proteger a los propios a toda costa, sino rendir cuentas y corregir el rumbo, incluso cuando eso implique confrontar a los suyos.
Nombrar a Juan Antonio Ferrer es, en resumen, un acto de incongruencia política y de cinismo institucional. Un símbolo más de cómo en México, a menudo, el mérito no se premia y el fracaso no se castiga, sino que se exporta. A París, en este caso. Y ante el mundo.
