Por Art1llero
Falleció Fidel Herrera Beltrán, exgobernador de Veracruz y uno de los personajes más controvertidos de la política mexicana contemporánea; su muerte no apaga el eco de una figura que, para muchos, simboliza tanto la genialidad política como el germen de una de las etapas más oscuras en la historia de Veracruz. En su legado no hay espacio para la neutralidad, fue amado y detestado con igual intensidad; pero si algo no se le puede negar, es que marcó un antes y un después en la vida pública del estado.
Herrera llegó al poder en 2004 como candidato del PRI, en medio de una campaña cargada de señalamientos, clientelismo y alianzas turbias. Gobernó con mano firme, astucia política y una retórica envolvente. Nadie dudaba de su inteligencia, sabía mover los hilos del poder, manipular estructuras, construir lealtades y neutralizar adversarios; su estilo era el del político a la antigua: pactaba con todos, pero respondía a pocos. Su discurso populista conectaba con los sectores más vulnerables, mientras detrás del telón tejía acuerdos con grupos que erosionarían la gobernabilidad del estado por años.
Para muchos veracruzanos, Herrera fue el hombre que entregó el estado al crimen organizado. Bajo su mandato, la infiltración de los Zetas en cuerpos policiales y estructuras gubernamentales no solo fue tolerada, sino presuntamente facilitada; en su gestión se sentaron las bases del narcoestado que florecería después con Javier Duarte -su pupilo político- y que sumiría a Veracruz en una espiral de violencia, corrupción, desapariciones y colapso institucional.
Pero Fidel era más que un operador de oscuras alianzas, era también un comunicador brillante; supo dominar la narrativa, controlar medios, y convertir la propaganda en arma de gestión. Su lema “Fidelidad por Veracruz” fue más que un eslogan: fue una promesa de lealtad inquebrantable a su proyecto, no al pueblo. Durante su mandato, el aparato estatal se volvió una extensión de su voluntad.
El verdadero drama del fidelismo es que representó el auge y la decadencia de un modelo político caduco, basado en el poder por el poder, la impunidad como regla, y la corrupción como método; años después, ni los veracruzanos ni México lograron recuperarse del todo de su estela. La democracia fue una víctima silenciosa de su legado.
Hoy, mientras muchos lo lloran y otros respiran aliviados, queda la pregunta incómoda: ¿cómo fue posible que un hombre tan hábil, tan culto, tan capaz, haya elegido caminar por los pasillos más oscuros del poder? Tal vez porque en el fondo, Fidel Herrera nunca quiso transformar a Veracruz, sino perpetuarse en el poder. Y para eso, estaba dispuesto a pactar con cualquier sombra.
Su muerte es el fin biológico de un personaje que ya había muerto políticamente desde hace años, pero también es una oportunidad para que Veracruz –y México– revisen su historia reciente, reconozcan sus errores, y eviten volver a caer en los encantos de líderes que, detrás de su oratoria, esconden ambiciones que nada tienen que ver con el bienestar colectivo.
Fidel Herrera ha muerto pero su legado –y sus consecuencias– seguirán vivos por mucho tiempo más.
