Por Art1llero, en reflexión sobre la violencia que nos consume
La noche de este sábado, Michoacán volvió a sangrar; en el corazón de Uruapan, una plaza repleta de familias se transformó en escenario de horror, el alcalde Carlos Manzo fue asesinado a quemarropa durante el Festival de Velas. No fue un ataque silencioso, fue un mensaje grabado en plomo: el crimen manda, y el Estado calla.
Manzo, elegido en 2021 como candidato independiente, no era un político de discurso hueco. Hijo de productores de aguacate, conocía de cerca la presión de los cárteles sobre el campo y la economía local. Desde el primer día denunció con nombre y apellido la infiltración del crimen organizado en los huertos, mercados y obras públicas. Lo hizo sin escoltas, sin pactos, y con la convicción de que la ley debía volver a tener rostro.
Pero su voz se volvió incómoda; en cartas y declaraciones públicas, Manzo suplicó apoyo al gobernador Ramírez Bedolla y a la presidenta Claudia Sheinbaum. “No podemos solos”, escribió en 2023, al detallar las amenazas en su contra; en julio de este año pidió públicamente la presencia de la Guardia Nacional. Las respuestas fueron tibias, las promesas, tardías.
Su asesinato no solo segó una vida, sino también una esperanza. Ejecutado ante mujeres y niños, el crimen buscó sembrar miedo: que nadie más se atreva. En Uruapan, donde el 40% de los homicidios están ligados al narco, la ejecución de un alcalde valiente confirma que en México ser honesto se ha vuelto una sentencia.
Más de 100 alcaldes han sido asesinados desde 2018. Manzo se suma a una lista que retrata el colapso del pacto social y la ausencia del Estado en los territorios que gobierna el miedo.
El legado de Carlos Manzo nos enfrenta a una pregunta que ya no admite evasivas:
¿cuántos más deberán morir para que el gobierno entienda que la paz no se decreta, se defiende?
Si su muerte no provoca acción, su nombre será solo otro eco en el silencio de una democracia sitiada.
