Por Art1llero
El verdadero debate pendiente no es si un militar puede votar o ser votado, eso ya está resuelto por la Constitución desde hace más de un siglo; lo urgente es discutir con seriedad cómo frenar el creciente poder fáctico de las Fuerzas Armadas en tareas civiles sin renunciar a la seguridad pública ni a la democracia.
Porque el problema no es jurídico, sino político; no es la letra de la ley, sino la asimetría de poder entre lo militar y lo civil.
La reciente aprobación de la nueva Ley de la Guardia Nacional en junio de 2025 ha servido, más que para modificar sustancialmente el marco legal, como catalizador de una discusión necesaria. Se ha dicho, con alarmismo, que la norma abre la puerta a la participación de militares en activo en procesos electorales, que el Ejecutivo podrá “designar” candidatos desde el cuartel, que se viene un “golpe blando” desde dentro del Estado.
Pero quienes enarbolan estas banderas omiten un detalle esencial, la posibilidad de que un militar se postule para un cargo de elección popular no es nueva, está contemplada en los artículos 55 y 82 de la Constitución, siempre que se separe del servicio activo en los plazos establecidos (90 días antes si aspira al Congreso; seis meses si busca la Presidencia).
Lo que hace la nueva Ley de la Guardia Nacional es reglamentar ese derecho dentro de un cuerpo que, aunque fue concebido en 2019 como civil, hoy opera plenamente bajo el mando de la Secretaría de la Defensa Nacional tras la reforma constitucional de 2024.
El artículo 44 de la nueva legislación establece que los elementos de la Guardia Nacional podrán solicitar licencias especiales para participar en política o asumir funciones civiles. Esa disposición ha sido interpretada por algunos como un privilegio o una concesión inédita.
En realidad, es una formalización de lo que ya ocurría, los militares pueden, y han podido históricamente, competir por cargos públicos, siempre que renuncien temporalmente a su encargo.
El problema, entonces, no es legal sino estructural; México vive una militarización funcional desde hace años, los soldados no sólo patrullan las calles, también construyen aeropuertos, manejan aduanas, operan trenes, vigilan puertos, distribuyen medicinas y administran megaproyectos estratégicos.
Se han convertido en un actor con poder, presupuesto, legitimidad y, ahora, una ruta legal clara para transitar hacia el ámbito electoral.
Ahí está el punto crítico. El riesgo no es que un militar aspire a un cargo, eso es parte de sus derechos ciudadanos. El riesgo es que, en ausencia de controles civiles eficaces, las Fuerzas Armadas acumulen atribuciones sin contrapesos, y que sus incursiones en el ámbito civil se normalicen como solución permanente ante las fallas del Estado.
No se trata de negarles derechos políticos a los miembros del Ejército o la Guardia Nacional, sino de evitar que esos derechos se conviertan en vehículos de influencia institucional indebida.
Las críticas de la oposición, si bien legítimas en el fondo, han sido imprecisas en la forma. Hablar de un “golpe de Estado” por la vía legislativa resulta desproporcionado. Pero sería igualmente irresponsable desestimar las advertencias.
Amnistía Internacional, entre otras organizaciones, ha documentado cómo la presencia militar en tareas de seguridad pública, sin controles civiles, ha derivado en violaciones a derechos humanos e impunidad. Y ahora que esa fuerza puede derivar hacia el plano electoral, la vigilancia ciudadana debe redoblarse.
No hay soluciones simples, prohibir la participación de militares en política sería inconstitucional y regresivo, permitirla sin regulación sería un error.
Lo aprobado este año intenta trazar una línea intermedia, permitir el ejercicio de derechos sin comprometer la naturaleza civil del poder político.
Pero esa intención no basta si no se acompaña de una reforma integral que fortalezca los contrapesos institucionales, garantice la transparencia en la asignación de licencias, y delimite con claridad el rol de las Fuerzas Armadas en el Estado mexicano.
El país no necesita más militares en las boletas; necesita más ciudadanos capaces de fiscalizar a quienes portan uniforme y también a quienes legislan en su nombre.
La defensa de la democracia no se juega en una cláusula legal, sino en la voluntad política de limitar el poder, incluso –y especialmente– el que se ejerce desde las armas.
