Por Art1llero
Por estos días, la política internacional parece una novela de conspiración mal escrita; personajes caricaturescos, tramas infladas y verdades a medias que se disuelven bajo el peso de la propaganda.
El nuevo capítulo en la cada vez más accidentada relación entre México y Estados Unidos lo protagoniza Kristi Noem, secretaria de Seguridad de EE.UU., quien de manera imprudente acusó a la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, de incitar las manifestaciones violentas en Los Ángeles. Una bomba diplomática arrojada sin pruebas, pero con todo el estruendo de quien no busca justicia sino titulares.
En el salón oval, flanqueada por el presidente Donald Trump y parte de su gabinete, Noem lanzó la declaración con la precisión de quien conoce bien los tiempos del espectáculo político. La escena fue cuidadosamente coreografiada, una funcionaria de línea dura, ante cámaras y micrófonos, acusando a una mandataria extranjera de desestabilizar la paz en territorio estadounidense. El mensaje era claro: “los disturbios tienen rostro y nacionalidad”.
En México la reacción fue rápida, la presidenta Sheinbaum, desde su cuenta de X (antes Twitter), respondió con claridad: “Hace unos momentos, ante una pregunta de un medio, la secretaria de Seguridad Interior de los Estados Unidos, equivocadamente mencionó que alenté protestas violentas en Los Ángeles. Le informo que es absolutamente falso. Aquí dejo mi declaración del día de ayer donde claramente condeno las manifestaciones violentas. Siempre hemos estado en contra de ello y más ahora desde la alta responsabilidad que represento”.
No hay rastro que vincule a la presidenta Sheinbaum con los actos de violencia en California. Pero en la era del post-verdad, eso parece irrelevante.
Lo que sí existe es un contexto turbio; las protestas en Los Ángeles –que comenzaron como legítimas expresiones de inconformidad de migrantes documentados y activistas–han sido infiltradas por actores ajenos a la causa. Lo advertimos en un anterior post, hay indicios de montaje; grupos radicales, oportunistas políticos y operadores del caos están manipulando el descontento social para generar imágenes de desorden que alimentan el relato trumpista de “la invasión extranjera”.
La narrativa es funcional, los migrantes como amenaza, los progresistas como cómplices, y el Estado como única fuerza salvadora capaz de restaurar “el orden”.
¿A quién beneficia este incendio? No hay que ser Maquiavelo para intuirlo. El despliegue de la Guardia Nacional, seguido por la inusitada intervención de militares en suelo estadounidense, evoca los momentos más oscuros del autoritarismo. Se gobierna desde el miedo, se legisla desde la trinchera.
El estilo de gobernar de Trump necesita enemigos, internos, externos, reales o imaginarios. Y en esta estrategia, Sheinbaum es una figura ideal, mujer, científica, de izquierda, mexicana.
No estamos ante un problema diplomático tradicional, estamos ante un fenómeno de manipulación mediática y simbólica. Noem, al acusar sin pruebas, no solo deteriora la relación bilateral, también dinamita las posibilidades de construir una conversación madura entre vecinos que comparten una frontera, una economía y millones de vidas entrelazadas. Se juega con fuego en la casa de la pólvora.
Del lado mexicano, se impone la prudencia y la firmeza. Sheinbaum ha respondido con sobriedad, pero sería ingenuo pensar que este es un hecho aislado. Lo que está en juego es más que su imagen, es el lugar de México en el tablero narrativo de una elección estadounidense que promete ser encarnizada. Si dejamos que las palabras de Noem queden sin refutar, habremos cedido terreno a la calumnia como política exterior.
La historia nos ha enseñado que cuando las pasiones sustituyen a la razón y los prejuicios dictan la agenda, las consecuencias las pagan los más vulnerables. Los migrantes, los activistas, los trabajadores binacionales. Por eso, frente a la estridencia del discurso xenófobo, debe imponerse la claridad de los hechos. Y frente al montaje político, la denuncia ética.
Lo que está en juego en esta disputa no es solo una acusación más o menos infundada, sino el derecho de los pueblos a no ser reducidos a caricatura en el libreto de otros. Y porque hay algo profundamente obsceno en usar el dolor real –de quienes protestan, de quienes cruzaron fronteras, de quienes buscan dignidad– como utilería electoral.
