Por Art1llero
Hay escenas que parecen diseñadas para confirmar sospechas. Imágenes que parecen montaje de una realidad alterna, hecha a la medida del prejuicio y de los intereses que se alimentan de él.
Lo ocurrido este fin de semana en las calles de Los Ángeles –con patrullas incendiadas, ataques a las fuerzas del orden, proyectiles lanzados y una mezcla de banderas mexicanas junto con símbolos de grupos terroristas islámicos– se presenta como una puesta en escena de la paranoia.
La brutalidad del espectáculo recuerda más a una estrategia de manipulación emocional que a una protesta legítima; la superposición simbólica –la bandera mexicana agitada al lado de íconos vinculados al extremismo islámico– es tan improbable como perturbadora. No por lo que representa, sino por lo que busca provocar.
¿Quién, con sentido estratégico, mezclaría en una protesta dos identidades que nada tienen en común salvo el odio que ciertas corrientes políticas han proyectado sobre ellas? ¿Qué narrativa se activa cuando se vincula la migración latinoamericana con el terrorismo yihadista? ¿A quién le sirve esa asociación, absurda desde el punto de vista histórico, cultural y político?
La respuesta no es difícil de intuir, al miedo se le puede dar forma, y es en este contexto donde la narrativa de Donald Trump encuentra nuevos “argumentos” para su discurso, un enemigo híbrido, imposible de definir, pero fácil de odiar.
No se trata de ingenuidad, las ciudades norteamericanas han vivido manifestaciones intensas, incluso violentas, como reacción al racismo, la brutalidad policial y la desigualdad sistemática, pero lo que se ha visto en Los Ángeles no encaja con esa genealogía. Hay algo artificial, algo impostado, que sugiere una coreografía con público específico, los convencidos del “law and order” como única vía de salvación ante un mundo que, supuestamente, se descompone bajo el influjo del extranjero.
Conviene no caer en trampas. Ni en las del simplismo que reduce todo acto violento a una conspiración, ni en las del cinismo que niega la posibilidad de montaje. Lo cierto es que la escenificación del caos es una estrategia política tan vieja como eficaz.
Se genera un espectáculo de violencia con ingredientes simbólicos cuidadosamente elegidos, se difunde con rapidez en los medios y redes sociales, y luego se utiliza como prueba de una amenaza mayor, justificación de medidas extremas, excusa para cerrar fronteras, militarizar barrios, deportar inocentes y reforzar prejuicios.
Quien siembra el caos simbólico cosecha políticas reales. El costo lo pagan los más vulnerables, los migrantes que cruzan desiertos con hijos en brazos, los trabajadores sin papeles que limpian las oficinas de los que diseñan estas narrativas, los jóvenes latinos que viven en barrios marginados y ven cómo la sospecha se vuelve una sombra cotidiana.
Por eso, más que nunca, se impone el deber del análisis y la mesura. No basta con indignarse o escandalizarse. Hay que desmontar la escena, mirar detrás del telón, identificar a los guionistas. Porque si aceptamos como real lo que puede haber sido cuidadosamente producido, corremos el riesgo de legitimar políticas que, en nombre del orden, destruyen la justicia.
En Los Ángeles se ha escenificado una advertencia, pero no para los migrantes, la advertencia es para nosotros, o desenmascaramos la narrativa del miedo, o terminaremos atrapados en su teatro.
