Por Art1llero
Ernesto Zedillo, presidente de México entre 1994 y 2000, ha resurgido como una de las voces más críticas del actual gobierno encabezado por Claudia Sheinbaum. Su reaparición en el debate público, cargada de señalamientos severos hacia la llamada Cuarta Transformación (4T), ha sorprendido a muchos y puesto en evidencia un vacío alarmante en la oposición, no hay nuevas figuras con autoridad, credibilidad o visión que logren articular una crítica sólida frente al nuevo régimen.
Zedillo acusa a la 4T de encabezar un proyecto que amenaza con liquidar la democracia en México, en una suerte de continuidad con el estilo personal de gobernar impuesto por Andrés Manuel López Obrador, la presidenta Sheinbaum ha respondido con firmeza, defendiendo su proyecto de nación, y así se ha abierto un debate que va más allá de lo coyuntural.
Se trata, en el fondo, de una discusión histórica y estructural sobre cómo llegamos hasta aquí.
Porque si Zedillo –un hombre del pasado, con aciertos y errores– vuelve a tener un lugar central en la conversación pública, no es solo por la radicalidad del presente, sino por el fracaso del ayer.
México no abrazó de manera masiva el proyecto de la 4T por accidente ni por ignorancia, lo hizo como respuesta a décadas de abandono, corrupción, cinismo e impunidad; lo hizo porque el sistema político y económico construido por Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto dejó fuera del progreso a millones de mexicanos. El “cambio” que prometieron fue, en muchos casos, una traición disfrazada de modernización.
La crítica de Zedillo no es infundada, es legítimo preguntarse si la 4T ha debilitado contrapesos institucionales, si se ha concentrado el poder en la figura presidencial o si la polarización social ha alcanzado niveles preocupantes. Pero también es legítimo –y necesario– recordar que los antiguos regímenes nunca rindieron cuentas.
Nunca llegó el “mea culpa”. No hubo un cierre de ciclo, y ese silencio fue el terreno fértil para que un nuevo proyecto radical germinara.
Hoy, el poder se ejerce con otras coordenadas, la narrativa ha cambiado; la 4T no se define por ser mejor o más ética, sino por ser distinta, con un discurso de reivindicación popular, con nuevas formas de comunicación y con una idea de nación que, aunque cuestionable, al menos se atreve a imaginar un rumbo.
Los gobiernos anteriores ni siquiera ofrecieron eso, fueron administradores de un status quo que protegía privilegios y ocultaba desigualdades.
Zedillo puede tener razón en muchas de sus preocupaciones, pero mientras su crítica no venga acompañada de una autocrítica, mientras la oposición no renazca con nuevas voces y nuevas ideas, seguiremos atrapados en este péndulo entre el pasado que no se hizo responsable y el presente que se cree y se asume como redentor.
El debate apenas comienza, pero si queremos salvar a la democracia mexicana, no bastan advertencias desde el ayer, necesitamos construir futuro con nuevas voces, nuevas éticas y nuevas propuestas.
