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Derecho y democracia

Juan José Rodríguez Prats

Política y derecho se implican y complican, aunque no se confunden.

Agustín Basave Fernández del Valle

Primero nació el derecho. Después de varios milenios y en un lento avance cultural, fuimos arribando a la democracia que, en su devenir, no hemos cesado de mejorar.

La normatividad es consustancial a la condición humana. Donde hay sociedad, hay derecho, expresaban los romanos. En alguna de mis lecturas se sostiene que con el crimen de Caín, asesinando a su hermano Abel, nació el Estado y se condenó el delito. Existe una añeja discusión entre quienes sostienen la idea de que no hay una ética universal y quienes creen en los principios inmanentes al hombre, cualquiera que sea el motivo del consenso, de lo que se ha denominado objetividad de los valores. El debate lo ganaron estos últimos, entre ellos don Agustín Basave, a quien he venido aludiendo en mis últimos artículos. Transcribo algunas ideas.

A un diagnóstico contundente, La globalización nos pide una nueva agenda, ofrece un remedio: “Nuestro tiempo requiere un vademécum”. Con todo y lo que hemos vivido, de alguna forma se ha ido conformando una doctrina humanista a la que aporta cuestiones fundamentales el filósofo citado: “Todos los intelectuales serios de nuestro tiempo están acordes en afirmar que vivimos en una sociedad estructuralmente injusta”. Insiste en una idea nuclear: “Me parece que el mundo contemporáneo no ha ensayado a gran escala una educación para el amor. Las universidades no han querido creer en el amor como una fuente de luz y de ciencia, de calor y consuelo para el hombre y la sociedad. Sobran eruditos y faltan sabios”. Aquí entra el filósofo del derecho: “Si se quiere formar una comunidad internacional, justa y equitativa, hay que retornar a los principios del derecho natural”.

Propone “una verdadera superación del Estado liberal de derecho para sustituirlo por el Estado social de derecho”. Agrega: “La civilización centra el orden jurídico sobre la idea de la dignidad humana”. Afirma “la libertad individual” y propone “la igualdad esencial del hombre, sin menguas de las desigualdades accidentales; todo ello para cumplir nuestro destino natural y espiritual”.

Sobre la democracia expresa: “Sólo la forma democrática fomenta la eticidad y permite al ciudadano ser el contralor de la gestión estatal. Por eso he hablado de una vocación democrática del hombre. No se da una vocación humana para la autocracia”.

Con estos planteamientos, analicemos nuestra realidad. El derecho mexicano es una mezcolanza de doctrinas contradictorias, aunada a la improvisación y a la demagogia jurídica, que es la más perversa de todas.

El populismo sostiene una falacia: la democracia consiste en hacer lo que decide la mayoría, aun cuando sea contrario a la ley. Es un conflicto que no ha dejado de emerger en la historia de la humanidad. Hoy, en México, se pretenden acciones de este tipo. Por eso es necesario recordar a nuestros filósofos del derecho y la política.

Sin orden, no hay democracia. Sin respeto a la autoridad legítima, se tiende a la barbarie. No nos enredemos en simulacros de debates inútiles y estériles. Retornemos a darle a la normatividad jurídica su inalterable observancia. Por ello, fortalecer nuestra cultura, sustentada en valores, es lo más necesario y urgente. Antes que la democracia directa, tenemos que fortalecer nuestra democracia representativa.

Desde luego, existe un derecho a la desobediencia. Esto se sostuvo desde el siglo XVI, pero ese derecho le corresponde al pueblo ante una decisión injusta del gobernante y no, como se intenta ahora, una atribución del jefe de una institución porque, conforme a su criterio, se siente el dueño de la verdad.

Vivimos tiempos complejos. Afortunadamente hay principios que nos dan luces para reencontrar nuestras cualidades de ciudadanos para asumir deberes. En resumen: derecho y democracia no son un dilema. No tenemos que optar por uno en detrimento del otro; o se salvan juntos o nos hundimos todos.

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