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Cultura y democracia

Juan José Rodríguez Prats

 Vivimos tiempos turbulentos. La política de los sentimientos patea por el piso al racionalismo.

Diego Fonseca

La crisis de México es más profunda de lo que creemos, sufrimos una grave descomposición social. Anticlimático decirlo en plenas fiestas navideñas, pero el optimismo debe tener una ineludible dosis de realismo. Saber ubicarnos en la circunstancia y descifrar sus desafíos.

El filósofo francés Julien Benda inicia así su libro La traición de los intelectuales (1927):

Cuenta Tolstoi que fue oficial que, al ver a uno de sus colegas golpear durante una marcha a un hombre que se apartaba de la fila, le dijo: “¿No le da vergüenza tratar así a uno de sus semejantes? ¿No ha leído usted el Evangelio?” A lo que el otro contestó: “¿No ha leído usted los reglamentos militares? Esta respuesta es la que recibirá siempre el espiritual que quiere regir lo temporal”.

Sin duda, es la confrontación permanente entre quien se sustenta con su libre albedrío en creencias, principios arraigados en la conciencia por convicción y raciocinio y quien simplemente obedece sin ponderar los motivos que generan la orden recibida. Esa es la conformación dialéctica del ser humano, el choque de pasiones inspiradas en el altruismo y el egoísmo. La forma de atemperar la colisión la dio Baltazar Gracián hace 500 años: “Nace bárbaro el hombre, redímese de bestia cultivándose. Hace personas la cultura y más cuanto mayor”.

En México, nuestros grandes pensadores lo abordaron: la mexicanidad. Específicamente la fascinación que sobre nosotros tiene el poder, no como oportunidad de servicio, sino por la influencia, prebendas y privilegios que da. Me parece que ninguno de nuestros más relevantes intelectuales soslayó el tema. El balance arroja un enorme déficit en la sociedad en su conjunto para hacer de la política una actividad decente que, como reiteradamente se ha dicho, consiste en no humillar, en un ejercicio permanente de empatía y honradez.

Bastaría analizar a los partidos políticos que, entre más proliferan, más contribuyen a degradar la convivencia civilizada en las contiendas electorales. Difícilmente los podemos identificar por sus propuestas. El PAN, con una tradición respetable, hoy está más distante que nunca de su doctrina liberal y socialcristiana. Morena, parafraseando a Churchill, diríamos que “es un acertijo envuelto en misterio dentro de un enigma”. En otras palabras, es una esperanza difunta.

No me alcanza el espacio para abordar a todos.

Se dice que los presidentes más cultos en nuestra historia han sido Sebastián Lerdo de Tejada y José López Portillo. Pero ello no necesariamente implica virtudes. El primero, para algunos el cerebro de Juárez, fracasó en su intento de reelegirse. El segundo, creo que ha sido uno de los peores presidentes que hemos tenido. Paradójicamente, la relación del hombre culto y la política ha sido muy compleja. Requiriendo el ejercicio del poder de preparación, también en muchos casos su sobreteorización lo hace incompetente. Los mejores gobernantes son los que practican las virtudes elementales. Eso se confirma reiteradamente en todas las naciones.

Perdón por tantas desviaciones. A lo que quiero llegar es al déficit de valores democráticos en México, meollo del problema. Hay cierta aversión del mexicano hacia la cultura. Nunca el discurso político ha sido tan hueco y tan oportunista. Comparándonos con nuestra realidad más próxima surgen sentimientos encontrados. En América Latina se confrontan dos formas de hacer política. Chile nos ha dado, una vez más, un gran ejemplo a imitar. Un proceso electoral inobjetable y una respuesta de su clase política de madurez y cordura.

En resumen, nuestra clase política debe asumir un gran compromiso rumbo a 2024. Desde luego que el pasado enseña, pero no hurgando heridas en afán de ventilar viejas querellas. El reclamo es uno: enaltecer la política para mejorar nuestra democracia.

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