Por Art1llero
En El príncipe, Maquiavelo retrata a la humanidad sin indulgencias, la describe como ingrata en la memoria del bien recibido, voluble cuando el viento cambia y cobarde cuando el peligro asoma; no es una condena moral, es la constatación de un patrón que emerge –una y otra vez– cuando la incertidumbre aprieta y el instinto de conservación se impone sobre cualquier lealtad declarada.
A partir de esa lectura, Maquiavelo concluye que el líder haría mal en confiar exclusivamente en el afecto de sus seguidores. El amor –dice Maquiavelo– es un pacto frágil, sostenido mientras no cueste demasiado mantenerlo. El temor, en cambio, opera incluso cuando las emociones fluctúan, actúa como un principio de orden cuando el interés individual amenaza con desbordar el bien común.
La reflexión no busca justificar la tiranía, sino recordar una tensión elemental, cuando las circunstancias extremas ponen a prueba a las personas, su respuesta raramente coincide con la imagen idealizada que construyen de sí mismas.
Entre el deber y el miedo, entre la gratitud y la conveniencia, suele imponerse la ruta más segura para cada quien.
Es en ese terreno, áspero y realista, donde Maquiavelo invita –incómodo pero vigente– a pensar la naturaleza del poder y las frágiles fibras de la condición humana.
Maquiavelo no pretendía escandalizar, solo describir lo que veía repetirse en la política y en la vida: la condición humana es ingrata, voluble y cobarde, por ello es mejor que el príncipe sea temido a que sea amado.
Entre el ideal y el instinto, casi siempre vence este último. Y en ese choque entre lo que decimos ser y lo que realmente somos, Maquiavelo nos obliga a mirar de frente una verdad que preferiríamos eludir.
