Por Gigi Rodríguez
No había escrito antes sobre esto porque necesitaba sentarme a reflexionar, a dejar que la noticia y las imágenes calaran hondo en mí. A veces parece exagerado —incluso ridículo— sentir tanta emoción por la boda de alguien que ni siquiera sabe que existo. Pero la verdad es que Selena Gomez ha estado conmigo durante gran parte de mi vida. Crecí con su música, con sus programas de televisión, con sus altibajos compartidos en titulares. Y verla vestida de novia, sonriendo como nunca, me movió más de lo que imaginaba.
Su historia ha sido pública, sí, pero también profundamente humana. Vimos cómo atravesó momentos duros, cómo fue señalada, cómo enfrentó rupturas dolorosas y problemas de salud que en ocasiones pusieron a prueba hasta su espíritu. Y, sin embargo, ahí estaba, caminando hacia el altar, con un vestido de Ralph Lauren que parecía sacado de un cuento, con la serenidad de alguien que finalmente se encontró a sí misma y al amor verdadero.
Lo que más me conmovió fue escuchar las palabras de Taylor Swift en su discurso, especialmente con una frase que me atravesó: “No es suerte que se hayan encontrado, es amor”.
Los fans reaccionamos con la intensidad que solo una generación que creció con ella podía tener. Hubo lágrimas, felicitaciones desbordadas, memes y nostalgia compartida. Muchos escribían lo mismo que yo sentía: “Crecimos contigo, y ahora verte feliz nos llena el corazón”. Otros la llamaban “nuestra Blanca Nieves real”, una princesa de cuento que al fin encontró a su compañero. Y no pude evitar sonreír con ternura al leer cada comentario, porque ahí estábamos todos, celebrando a alguien que nos marcó la infancia, la adolescencia, e incluso la adultez.
Tal vez lo que más me hizo detenerme a escribir es que, de alguna forma, mi vida y la suya acaban de cruzar un espejo simbólico: Este año también es el de mi boda. Crecer con Selena y ahora verla casarse, justo cuando yo también lo haré, me hace sentir que compartimos algo más que recuerdos de canciones y series de Disney. Compartimos un año que quedará grabado en nosotras como un inicio nuevo, una puerta que se abre hacia lo desconocido, pero también hacia lo más auténtico.
Y pienso que al final no es raro emocionarse tanto. Quizá es simplemente el recordatorio de que no estamos solos en el camino de crecer, de tropezar, de sanar y, eventualmente, de amar. Selena Gomez no sabe que existo, pero su historia me recuerda que la mía también importa. Y que en este 2025, ambas nos casamos: Ella bajo los reflectores del mundo, yo en mi propio universo íntimo, pero con la misma esperanza de que el amor verdadero es posible.
