Por Art1llero
En la historia política de México, pocas consignas han tenido tanta fuerza simbólica como la justa medianía que Andrés Manuel López Obrador tomó prestada de Benito Juárez para fundar la identidad de Morena.
Esta idea de vivir sin lujos y con sencillez permitió al líder proyectar cercanía con el pueblo y marcar una diferencia ética frente a la clase política tradicional. Durante años, ese principio fue bandera y escudo.
Pero ese capital simbólico que sirvió para cimentar el movimiento hoy enfrenta un serio desafío, el lujo tentador y el aburguesamiento de una clase política que, lejos de resistir las mieles del poder, parece rendirse con gusto a ellas.
Ahí están las imágenes de Ricardo Monreal, disfrutando de hoteles y sitios exclusivos en Madrid; Mario Delgado, fotografiado en Lisboa degustando vinos caros; y Andrés Manuel López Beltrán, “Andy”, secretario de Organización de Morena y heredero político del expresidente, saliendo de una boutique Prada en Tokio, a ellos se suman los diputados, Diana Karina Barreras (Dato Protegido) y su esposo, Sergio Gutiérrez Luna, quienes han sido nota en las últimas semanas, señalados por su afición a las joyas, las marcas de lujo y propiedades de alto valor.
El problema no es solo estético, no se trata de si un político puede pagar de su bolsillo un viaje o un bolso de diseñador; el verdadero costo de estas conductas es político, y va más allá de lo personal.
Cada imagen que circula en redes sociales, cada selfie frente a un vino de cientos de euros o una tienda de lujo, alimenta la percepción de que Morena comienza a recorrer el mismo camino que antes criticó. Y esa percepción es letal, porque la congruencia es el único combustible que mantiene en pie a un proyecto que se proclamó distinto.
Morena vive hoy una pugna interna entre dos almas, por un lado están los puristas, aquellos militantes que ven en la austeridad no una pose sino un principio inquebrantable, que entienden que la fortaleza moral de un movimiento se mide por su capacidad de resistir las tentaciones del poder, y por otro, los oportunistas y arribistas que se sumaron al barco cuando ya estaba en puerto seguro, atraídos más por el acceso al poder que por la defensa de un ideario.
La dirigencia, en un acto de pragmatismo político, les abrió las puertas a los segundos, quizá sin calcular que con ello, también se abría la rendija por donde se cuela la corrupción de valores.
La escena es inquietantemente similar a la que George Orwell describe en Rebelión en la granja. Tras derrocar a los granjeros –símbolo de la opresión–, los animales establecen un régimen que promete igualdad y justicia. Pero con el tiempo, los cerdos que lideraron la revuelta comienzan a vivir en la casa, dormir en las camas y comer en la vajilla de los antiguos opresores.
En la escena final, los demás animales observan una reunión entre cerdos y granjeros, y descubren, horrorizados, que ya no pueden distinguirlos unos de otros.
Ese es el espejo en el que Morena corre el riesgo de mirarse. Si quienes prometieron ser distintos acaban reproduciendo los mismos hábitos de derroche y desconexión, no será la oposición quien los derrote, sino su propia traición a la congruencia.
La justa medianía no es una estrategia de marketing, es un compromiso ético que se prueba en cada acto público y privado.
Orwell lo advirtió, cuando los cerdos se parecen a los granjeros, la revolución está perdida.
