Por Art1llero
Frente a una elección empañada por la desconfianza, la manipulación mediática, la judicialización de la política y la politización de la justicia, la disyuntiva de participar o no en las urnas se ha vuelto una inquietud legítima. La tentación del desencanto es comprensible, hay razones de sobra para sentir que el proceso ha sido viciado desde sus cimientos. Sin embargo, incluso en medio de esta tormenta, hay una convicción que persiste con la fuerza de lo esencial: la democracia no se sostiene sin la participación ciudadana.
Votar no significa validar lo que no funciona. Votar no es aplaudir la corrupción ni cerrar los ojos ante las trampas del poder. Votar, en momentos como este, es un acto de resistencia. Es negarse a ceder por completo el terreno a quienes precisamente apuestan al abstencionismo para perpetuar sus privilegios. Es levantar la voz frente al cinismo que pretende convertir el hastío en silencio.
Quienes hoy dudan si acudir a las urnas no lo hacen por apatía, sino por una conciencia crítica que debería ser reconocida, no castigada. Pero precisamente por esa conciencia crítica, la decisión de votar se convierte en una afirmación ética, porque creo en la democracia, no me retiro de ella; porque me duele su deformación, la defiendo con el único instrumento que aún conservo, mi voto.
No, esta elección no es perfecta. Pero la democracia nunca lo ha sido. Es una construcción frágil, inacabada, muchas veces decepcionante, pero infinitamente más digna que el autoritarismo, que la imposición, que el vacío del desinterés. La democracia se nutre de ciudadanos activos, incluso –y sobre todo– cuando el sistema parece querer expulsarlos.
Por eso, a pesar de todo, votaré. Porque no quiero que decidan por mí. Porque mi desencanto no será coartada para la resignación. Porque votar, incluso en la duda, es apostar a que todavía podemos corregir el rumbo.
