Por Art1llero
La salud mental es uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo. Ansiedad, depresión, insomnio y otros padecimientos emocionales afectan a millones de personas en México, y requieren atención urgente, compasiva y profesional.
Sin embargo, el abordaje predominante ha tomado un rumbo preocupante, la solución inmediata y generalizada parece ser la medicalización; cada vez es más frecuente que ante cualquier manifestación de malestar psíquico, la respuesta automática del sistema médico –y del propio paciente– sea una receta con antidepresivos o ansiolíticos; el resultado, una dependencia creciente a medicamentos psicotrópicos, incluso bajo prescripción médica.
El fenómeno, lejos de estar limitado a la automedicación irresponsable, se ha institucionalizado dentro de un modelo médico que responde más a dinámicas de mercado que a principios de salud integral. El sufrimiento psíquico ha sido encapsulado, recetado y normalizado, en una cultura que cada vez tolera menos el malestar y que exige productividad emocional inmediata.
En México, los diagnósticos de trastornos de ansiedad y depresión han aumentado de manera exponencial; el tema no es cuántos más enferman, sino cómo se está diagnosticando, con qué criterios y, sobre todo, cómo se están tratando. Reducir el malestar psíquico a un desequilibrio neuroquímico y suprimirlo con una pastilla es pretender simplificar el problema.
Los médicos generales –y en algunos casos incluso especialistas–, presionados por tiempos breves de consulta y una formación insuficiente en salud mental, se han convertido en dispensadores de ansiolíticos.
Medicamentos como el clonazepam, el alprazolam, el diazepam, y antidepresivos como la sertralina o la fluoxetina, circulan hoy en el mercado legal con una ligereza que debería preocuparnos.
La industria farmacéutica, por su parte, hace lo suyo, campañas discretas pero efectivas, patrocinios a profesionales de la salud, generación de literatura científica favorable, e incluso la creación y promoción de categorías diagnósticas ambiguas, han contribuido a una cultura de sobremedicación. El lucro no está en la cura, sino en la cronificación.
El verdadero drama comienza después de la prescripción. El uso prolongado de ansiolíticos y antidepresivos crea, en muchos casos, una dependencia emocional y física. El paciente que buscaba alivio se convierte en rehén.
Las benzodiacepinas, por ejemplo, generan tolerancia rápidamente, el cuerpo exige dosis mayores para obtener el mismo efecto, hasta que la retirada sin supervisión médica se convierte en una experiencia insoportable, acompañada de insomnio, ansiedad extrema, convulsiones o ideación suicida.
Más aún, la mezcla con otras sustancias como el alcohol, la cafeína, las anfetaminas -usadas para bajar de peso– y hasta con drogas ilegales, se ha convertido en un cocktail cotidiano para miles de personas. Este “combo emocional” es explosivo, no sólo deteriora la salud física y mental del usuario, sino que deteriora sus vínculos, su productividad y su dignidad.
Este escenario exige una crítica profunda al modelo biomédico imperante. Las enfermedades mentales no pueden ni deben abordarse exclusivamente desde una lógica farmacológica; la salud mental requiere un enfoque biopsicosocial, terapia psicológica accesible, fortalecimiento comunitario, políticas públicas de prevención, educación emocional en las escuelas, y por supuesto, una reforma estructural al sistema de salud mental mexicano.
Pero también requiere valentía social para cuestionar el mandato cultural de la felicidad obligatoria, del bienestar como mercancía y del malestar como fracaso personal. No todo sufrimiento es patológico, a veces es humano; y es precisamente en ese reconocimiento donde puede empezar una cura más honesta y sostenible.
Estamos viviendo una epidemia que no hace ruido porque se esconde detrás de la prescripción médica, pero no por eso es menos letal; el abuso de antidepresivos y ansiolíticos en México, incluso con receta en mano, debe ser nombrado como lo que es, una crisis de salud pública, un fracaso institucional y una tragedia humana. Necesitamos menos recetas y más escucha, menos industria y más humanidad.
La solución no está en eliminar los medicamentos –porque bien usados, son herramientas valiosas–, sino en dejar de usarlos como solución única y mágica para todos los males del alma.
