Juan José Rodríguez Prats
La degradación de la moral pública os traerá pronto, muy pronto, tal vez, nuevas revoluciones.
Tocqueville
En su último libro (La figura del mundo), Juan Villoro cita al poeta español Álvaro Pombo: “México debe ser leído, la realidad no se entiende”. Siguiendo esta acertada recomendación, habría que comenzar leyendo nuestras leyes, la Constitución en primer lugar.
Hace más de 50 años, Carlos Madrazo Becerra expresó en uno de sus vibrantes discursos: “Pocos ven cómo el derecho se halla presente en todos los actos de la vida y cómo penetra todas las relaciones de la existencia humana”. Después de exponer varios ejemplos termina con una expresión que genera escozor: “Marcha con el elector a los comicios y ojalá no se detuviera avergonzado y cobarde a la puerta del Colegio Electoral cuando su soberanía debiera conducirle sin tropiezos hasta dentro de la urna”.
Kant escribió que “los juristas buscan todavía una definición para su concepto de derecho”. Efectivamente, ha sido un tema recurrente. Después de muchas consultas, de manera atrevida y osada sugiero: el derecho consiste en el cumplimiento de deberes y para entenderlos es ineludible acudir a la ética. En otras palabras, la función del derecho es de contención de las conductas indebidas de gobernantes y gobernados. Algunos autores, incluso hablan de derechos negativos y derechos positivos, siendo el Estado más eficaz para impedir que para promover. En el caso de los gobernantes, la función es evidente: detener los desbordamientos (por denominarlos de alguna manera) en el ejercicio del poder.
Estoy convencido que después de amargas y tremendamente dañinas decisiones de algunos líderes mundiales reconocidos como hombres fuertes e indispensables, se está decantando un no tan nuevo modelo de gobernante más próximo al estadista.
El historiador Ian Kershaw da un consejo: “Evitar por completo la intervención de personalidades carismáticas y favorecer la de aquellos líderes que, aunque menos intensos y vibrantes, se hallen en condiciones de ofrecer una gobernanza competente y eficaz, basada en la deliberación colectiva y las decisiones racionales orientadas a mejorar a todos los ciudadanos”. Y el historiador Arthur Schlesinger menciona las cualidades de Franklin D. Roosevelt: “No tiene filosofía alguna, a excepción de la experimentación, que era una técnica; el constitucionalismo, que era un procedimiento y la humanidad que era una fe”.
Perdón por tanta cita en mi afán de fijar algunos criterios para seleccionar a nuestros próximos funcionarios de elección popular en la que será sin duda una decisión difícil, cuando se ciernen sobre el futuro de México enormes peligros. De lo antes dicho se desprenden dos exigencias de nuestras figuras públicas: su estricto respeto a la ley y su insoslayable calidad humana.
Soy optimista, por deber y por mi profesión, creo en quienes sostienen que la historia, sin caer en determinismos, se mueve en forma cíclica y que el periodo de los autócratas está concluyendo. Estoy convencido que vendrá un renacimiento de la democracia representativa y liberal y la economía social de mercado.
Hay que depurar el discurso político; olvidarnos de soluciones mágicas, saber para qué sirve el derecho; propiciar una intensa educación cívica. Uno de nuestros más lúcidos pensadores, Edmundo O’Gorman, escribió: “En la historia no se puede, sin impunidad, resucitar experiencias agotadas”.
En distintos escenarios empiezan a circular convocatorias para escuchar propuestas y se habla incluso de abrir una gran consulta. Lo cierto es que hemos abusado de estas prácticas. Lo fundamental es una profunda reforma jurídica.
Retornar al viejo sistema político no es viable, pensar en el nacionalismo revolucionario en la era de la globalización es obsoleto. Se habla de cambios de régimen, y ciertamente hay que introducir matices parlamentarios, pero antes tenemos que mejorar la integración de nuestras asambleas legislativas. Como suele decirse, “hay tema”.